(Texto escrito hace años)
Tengo 25 años, y debo decir con gran tristeza que he asistido a más funerales que matrimonios y quince años: Parece que pertenezco a una generación tan precoz que antecede la muerte al amor. He despedido en ataúdes e iglesias amigas de mi infancia, compañeras, familiares y conocidos que apreciaba;Cada pérdida es tan distinta que produce reacciones varias , pero en mí hay un elemento común frente a todos los fallecimientos: La sensación de impotencia, de no poder hacer más.
En estos momentos una familiar (o familiar de mi novio que es lo mismo) a la cual quiero entrañablemente, se encuentra luchando contra la muerte: Su única arma son las ganas de vivir, ya que la medicina no ha resultado aliada en su ejército durante más de seis meses. Sus decaídas son cada vez más fuertes y sus recuperaciones mucho más lentas: Aún así al ver una cara amable no mitiga su sonrisa ni su característica amabilidad.
La persona más dulce, caritativa, amable, hospitalaria, saludable y hermosa ha visto su cuerpo sometido a múltiples caprichos de un cáncer agresivo e insistente: Esa mujer sonriente y generosa que conocí algún día en Neiva ahora se encuentra en una ciudad gris y fría como Bogotá tratando de mantener el aliento.
Lejos de quejarme con un dios o considerar las lamentables circunstancias actuales como un designio divino, entiendo que la vida es injusta y es normal que sienta frustración. (Madurez a la fuerza)
No entiendo como decirle a su hijo menor que lo que sigue es duro y que cuente conmigo, aunque muchas veces vaya a preferir estar solo. No entiendo como no sentir tristeza y cómo ser adulto implica acostumbrarse al dolor y a generalizar...
(Anotación del 2018: La mejor manera de honrar a los que han fallecido es vivir como ellos ya no pueden)
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